John Carlin es un periodista británico que vivió y trabajó en la Ar-gentina. En 1989 fue corresponsal en Sudáfrica. Vivió allí los años más duros del Apartheid, asistió a la liberación de Mandela tras 27 años de prisión y fue testigo de la violencia que acompañó a las negociaciones para la nueva Constitución. En “El factor humano”, que en las próximas semanas se distribuirá en el país, cuenta cómo Mandela se valió del Mundial de Rugby de 1995 para endosar la camiseta de los Springboks, signo de la etnia opresora, para reconciliar las brechas raciales.
Por Guillermo Piro
Jubilo. Nelson Mandela el 11 de febrero de 1990, el día de su salida de prisión, dirigiéndose a una muchedumbre en la Parade de Ciudad del Cabo, entre escenas de júbilo desenfrenado.
todas las fricciones en juego. Los protagonistas de aquel partido no fueron solamente los quince jugadores sudafricanos en el campo, sino todos aquellos que en distintos escenarios eran conscientes de que en ese momento se estaba jugando mucho más que una final de rugby. De modo que el partido aquél sería algo así como el centro neurálgico y lejano al que es necesario llegar, pero para ello hace falta aclarar algunas cosas; esto es, quiénes son los personajes, qué pasado tuvieron, qué crímenes cometieron, qué odios albergaban, qué esperanzas. La estrella distante es Nelson Mandela, en palabras de su autor “el Maradona de la política”. Ese es el factor humano que cristalizó, con su inteligencia y su capacidad de seducción suprema, el milagro: sellar definitivamente la paz entre negros y blancos y cambiar el curso de la historia.
La vida de John Carlin también es importante para entender este libro. Nacido en Londres en 1956, pasó los primeros tres años en su ciudad natal. Luego emigró a la Argentina, donde cursó la escuela primaria. A los 23 años volvió a Buenos Aires y entró a formar parte de la redacción del Buenos Aires Herald. En 1989 se fue a Sudáfrica, donde vivió los más duros años del Apartheid y donde asistió a la liberación, luego de 27 años de prisión, de Nelson Mandela (sus crónicas y reportajes como corresponsal en Sudáfrica se publicaron con el título Heroica tierra cruel en 2004). Desde 1998 vive en España, donde trabaja para el diario El País y es colaborador habitual del Observer y del New York Times.
En agosto de 2001, Carlin le expuso a Mandela las líneas generales del libro que proyectaba escribir. Había mucho escrito sobre los mecanismos que hicieron posible el milagro sudafricano, pero ninguno sobre el factor humano. “Lo que tenía en mente era una historia desinhibidoramente positiva que mostrase los mejores aspectos del animal humano”, explica Carlin en el prólogo, “un libro con héroes de carne y hueso, un libro sobre un país cuya mayoría negra debería haber exigido a gritos la venganza y, sin embargo, siguiendo el ejemplo de Mandela, dio al mundo una lección de inteligencia y capacidad de perdonar.” Un libro, en suma, poblado por personajes, blancos y negros, cuyas historias transmiten “el rostro viviente de la gran ceremonia de redención sudafricana”. En una época en que la mayoría de los líderes mundiales tiene la estatura moral de un enano, el libro trataría sobre un gigante: Mandela. Pero no sería una biografía, sino más bien un relato capaz de ilustrar su genio político, que fuera capaz de transmitir su capacidad para, seducción mediante, ganarse a la gente para su causa.
“El deporte tiene el poder de inspirar y transformar el mundo”, dijo una vez Mandela, “tiene el poder de inspirar, de unir a la gente como pocas otras cosas. Tiene más capacidad que los gobiernos de derribar las barreras raciales”. En esa sentencia se encuentra el corazón del proyecto de Carlin. La final del mundial de rugby de 1995 evoca de forma mágica la sinfonía de la fraternidad de los sueños de Martin Luther King. En palabras del propio Carlin, “fue un acontecimiento en el que se plasmó todo aquello por lo que Mandela había luchado y sufrido en su vida.”
Nelson Mandela es, tal vez, el mejor ejemplo del estratega brillante, del genial manipulador del sentimiento de las masas. Posee un talento para el teatro político equivalente al de Bill Clinton y Ronald Reagan. Cuando dejó la cárcel, el 11 de febrero de 1990, Mandela comenzó un largo periplo por toda Sudáfrica, y en todos los lugares a los que acudía reunía siempre muchedumbres que reaccionaban ante él “como si fuera una mezcla de Napoleón y Jesucristo”. Sus argumentos eran duros (las pérdidas de vidas de individuos negros en los distritos segregados, sus años de reclusión y la larga serie de ejemplos donde se ponía de manifiesto lo inhumano que puede ser un sistema), exhortaba a amar al enemigo. Pero nadie podía confundirlo con un pacifista gandhiano. Cuando comenzaron sus negociaciones para alcanzar la democracia plena, modificando la Constitución (una persona, un voto) dejó en claro que había ciertos principios básicos que no eran negociables. Si los blancos pensaban en esgrimir algún compromiso legalista que siguiera afianzando sus privilegios, se encontrarían con una batalla.
Poco antes de las semifinales del último mundial de rugby, donde el seleccionado argentino tuvo una actuación excelente, venciendo dos veces al seleccionado de los locales, Agustín Pichot, el capitán de Los Pumas, anticipando el resultado del encuentro con los Springboks, dijo: “Los Pumas nunca le ganaron al seleccionado sudafricano”. Eso era verdad (en términos estrictos era una verdad indiscutible), pero al mismo tiempo volvía a abrir una herida (tal vez la más vergonzosa) del rugby argentino: cuando el 3 abril de 1982 (un día después de la llegada de los soldados argentinos a las Islas Malvinas), en el estadio de Bloemfontaine, la capital del Orange Free State, un equipo argentino, disimulado bajo el nombre de “Sudamérica XV”, rompiendo el boicot internacional por las violaciones a los derechos humanos en Sudáfrica, venció a los Springboks. El gobierno militar argentino estaba harto de recibir denuncias por las propias violaciones a los derechos humanos y no avaló la decisión de la Unión Argentina de Rugby de romper el boicot al país más racista del planeta. De modo que la UAR “inventó” un seleccionado, incorporó a un uruguayo para darle el requerido condimento sudamericano y mandó a sus pumas disfrazados a jugar.
Once años estuvo Sudáfrica bajo el yugo del boicot, imposibilitado de medirse con el mejor rugby del mundo, aislada, sola. En aquel entonces el rugby se había transformado en un elemento de presión política. En realidad se trataba de algo mucho más poderoso que la política. Ese era el modo de decirles a los bóers, los terratenientes blancos descendientes de los antiguos colonos holandeses: “Si cooperan podrán ir a jugar a Europa, a Estados Unidos, a Australia a visitar a sus amigos, y cuando miren sus pasaportes no los mirarán como si fueran parias. Y verán que eso también es bueno para los negocios y verán lo bien que se siente uno cuando le cae bien a la gente.” En agosto de 1992 Sudáfrica volvió a jugar un partido internacional “serio” contra Nueva Zelanda en el estadio Ellis Park, en Johannesburgo. La condición impuesta entonces por el Congreso Nacional Africano –responsable de las campañas de resistencia, huelgas, marchas, protestas y sabotajes que respondían a la fuerte represión que pesaba sobre la gente de color–, fue que las autoridades del rugby impidieran que se utilizara el encuentro para promover los símbolos del Apartheid.
Pero seguía subsistiendo un problema: la camiseta de los Springboks, símbolo del Apartheid para los negros. Hasta entonces el rugby había sido la aplicación del Apartheid en el deporte (los negros no lo jugaban, y solían alentar a cualquier equipo que desafiara al seleccionado nacional: como dijo hace poco Juan Forn en una reseña del libro de John Carlin, “para cualquier negro sudafricano, ponerse esa camiseta era como para un negro del sur norteamericano ponerse una capucha del Ku Klux Klan”).
El pasado determina ineludiblemente el futuro, el heroísmo y el valor se mezclan con la estupidez, y todo corre el riesgo de desembocar en un desastre supremo e inevitable. La historia reciente de Sudáfrica tiene más de tragedia que de épica. John Carlin sigue paso a paso y retrata a cada uno de aquellos que de una forma u otra tuvieron alguna incidencia en aquel partido de la final del mundo de 1995, cuando Mandela, ya presidente, comprendió que se encontraba ante un instrumento en el objetivo estratégico que se había propuesto: reconciliar a blancos y negros y crear las condiciones para una paz duradera en un país que pocos años antes, cuando había salido de prisión, se encontraba al borde de la guerra civil. Mandela sabía que el rugby era el opio del Apartheid, la droga que mantenía adormecida a Sudáfrica para que no viera lo que sus políticos hacían. En palabras de Carlin, lo que Mandela hizo “fue tener en mano una droga que anestesiara a esa Sudáfrica blanca ante el dolor de perder sus poderes y sus privilegios”. Vistiendo la camiseta de los Springboks, demostrando su apoyo y deseando la victoria en aquella final de 1995, consiguió la unión de blancos y negros de manera espontánea.
"Estratega brillante , genial , un verdadero ejemplo de vida. Si todavia no disfrutaste de esta pelicula no podes dejar de hacerlo , Invictus dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Morgan Fridman , basada.
en el libro de John Carlin El factor humano"
Sugerencia : :no te quedes en lo superficial , penetra con tu mirada a la esencia misma de esta historia no dejando escapar ningun detalle , solo asi lograras entender el mensaje .
Mariela
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